Interpretada por un elenco potente, Envidiosa está en boca de todxs. La reciente serie argentina lanzada por Netflix se abre paso entre la amplia oferta de las plataformas de streaming para poner en escena una protagonista de cuarenta años desesperada por casarse en tono de humor. ¿Quizá una parodia? Pareciera que no, pero habría que ver más allá.
Por pronto, lo que sí queda en evidencia es que Envidiosa es una comedia romántica que mucho recuerda a producciones hollywoodenses —como El diario de Bridget Jones o Sex and the city—. Pero también a ficciones producidas por la televisión local. Sobre todo a las hechas a partir de los años sesenta, cuando la telenovela se convirtió en un producto popular del medio.

Aunque con diferencias sutiles —y algunas no tanto—, la premisa de la serie no se aleja del todo de la que sostenía a las ficciones del pasado: la mujer en busca del amor romántico. Claro que en este caso Carolina Aguirre, su autora, exagera hasta el extremo la necesidad del personaje central por cumplir con mandatos como el matrimonio y la familia. Pero, más allá de las risas que disparan las escenas en las que la protagonista se ve ridiculizada, cierta reivindicación de esos mandatos dan qué pensar.
Que Adrián Suar sea el productor ejecutivo también abre nuevos interrogantes. Tal vez porque resulta inevitable hacerse algunas preguntas. ¿Habrá cierta continuación con las producciones que Pol-ka supo convertir en éxito a partir de los años noventa? Y si la hay, ¿no podría considerarse Envidiosa una ficción algo anacrónica? ¿O, en realidad, las representaciones de la mujer en los medios audiovisuales, y en especial ésta, son un fiel reflejo de lo que ocurre todavía hoy? Un misterio a resolver.
Envidiosa, una narrativa sin contexto
La historia protagonizada por Griselda Siciliani, Esteban Lamothe y Benjamín Vicuña sigue los pasos de Vicky, una decoradora que acaba de romper con su novio desde hacía diez años, quien se casa a su vez con una joven brasileña a los pocos meses. Ese hecho detona la locura del personaje, pero no como podría esperarse, sino a niveles desesperantes que la hacen ingresar a un espiral de acciones ridículas. Un comportamiento que la haría recibir en el orden de lo real una perimetral por lo menos.
El relato se teje a través de lo que Vicky le cuenta a su psicóloga. Un recurso narrativo más que necesario. Pero, en ese espacio en el cual ella podría reflexionar acerca de su accionar y retractarse, hace lo contrario. En su lugar, lo utiliza para justificar —a la terapeuta, pero también al público— por qué hace lo que hace y hasta dónde es capaz de llegar con tal de cumplir con sus metas. La profesional, si bien tiende por momentos a enmarcar su conducta obsesiva en el contexto cultural, no lo desarrolla como podría. Es más, este enfoque se diluye en el abandono parental y otros detalles de la infancia de Vicky. Su historia personal parece más revelador. Es el origen del caos actual. Y es allí donde se pierde una gran oportunidad de hacer algo diferente.
El caso es que la historia de una mujer de más de cuarenta que ve cómo el tiempo se le escapa y, en pos de detenerlo comete locuras —por ejemplo, regresar de un viaje con amigas para acudir a una cita con alguien que casi no conoce—, resulta trillado. Muy visto. ¿Es anacrónica entonces? ¿O el público está sediento de una narrativa que la identifique, y ésta lo hace?
Lo cierto es que, además de desperdiciarse el recurso de la terapia para enmarcar la conducta de Vicky en una cultura dominante que posiciona a la mujer como esposa y madre en sus roles fundamentales —pese a los avances sociales de las últimas décadas—, también se añaden elementos que tienen que ver con el relato romántico de antaño. Y eso sí que puede ser decepcionante para muchas.
El jefe mujeriego, manipulador y mentiroso que tiene ilusionada a la protagonista y el amigo que está en todas porque se encuentra interesado en ella son la fórmula clásica de una comedia romántica. Pero también los deseos de casarse, tener hijos y estar detrás de un gran hombre —algo que todas las amigas comparten, en mayor o menor medida— emparentan la serie más con las telenovelas del siglo pasado que con una ficción esperable en el siglo XXI. Esa vida soñada resulta la vara con la cual medirse. Todo lo domina. Incluso cuando una de las amigas decide no casarse simplemente porque no lo desea. Matrimonio sí. Matrimonio no. Nada queda por fuera. Y eso termina por ser desesperante. ¿O, quizá, aleccionador?
Entonces, ¿se trata de una historia que no tiene correlato con la realidad? Desde ya que no. Todavía hoy los mandatos patriarcales pisan fuerte y desarmarlos para buscar el deseo genuino es difícil y desgastante. Es innegable. Existen muchas Vickys dando vuelta, aún con sus matices. Por eso, quizá la pregunta pertinente sería: ¿queremos que los medios masivos de comunicación continúen haciendo representaciones como las que propone Envidiosa? ¿O preferimos que pongan en evidencia los mecanismos culturales que tienen injerencia en los deseos y metas de las mujeres para evitarles caer en la trampa?
Un antecedente y un antes y un después en la TV
La producción independiente en la televisión, surgida en la segunda mitad de los años noventa, revolucionó al medio. ¿Qué cambios provocó? Nuevos criterios conceptuales y estéticos. Propuesta e ideas innovadoras y formas originales de financiamiento y producción. Pol-ka, productora fundada por Adrián Suar en 1994, resultó ser un caso paradigmático de esa época: transformó la ficción argentina por completo. Ya nada sería igual. Para bien o para mal.
A su primera producción en 1995 —Poliladron, un policial semanal—, le siguieron unitarios y telenovelas de muchísimo éxito como Verdad/Consecuencia (1996-98), Gasoleros (1998-99) y Son amores (2002-03). Atrás quedaron historias de época como La extraña dama (1989) o Más allá del horizonte (1994), con personajes que no utilizan el voseo. ¿La razón? Que el producto sea fácilmente exportado. El cambio no fue casual. La coloquialidad del lenguaje no sólo refería al interés de Pol-ka por darle a las ficciones un mayor grado de realismo, sino también a su afán de producir para la audiencia local.
Muchos de sus programas con mayor repercusión, aunque se aclamaron como originales, no lo eran en la medida en que eran actualizaciones de éxitos pasados. Así, la fórmula de Alberto Migré materializada en Rolando Rivas, taxista (1972-73) al igual que la creación de Héctor Maselli, Los Campanelli (1969-74), pueden vislumbrarse detrás de booms televisivos como Campeones (1999-2001) y El sodero de mi vida (2001). Queda claro entonces que la productora hizo un recupero de lo nativo, de valores como la familia, la amistad, el trabajo, el barrio y la madre, ya probados en el pasado. La fórmula, claro, sería aplicada hasta el cansancio. Y dio sus buenos réditos hasta hace muy poco.
¿La clave del éxito de las producciones de Pol-ka? Puede ser. En los años sesenta y setenta, el mismo modelo hizo de la TV un punto de fuga en un contexto de violencia reinante. En los noventa y dos mil respondió quizá a lo que se denomina fenómeno de identificación. La crisis de representación que venían evidenciando las instituciones tradicionales generó una ausencia que fue cubierta por los medios de comunicación. Nadie quería perderse de la presencia de vidas similares a la suya en la pantalla. Porque sí, los de Pol-ka son personajes que viven, sienten y piensan como la audiencia. Casi siempre. O siempre.
¿Suar trasladó como productor ejecutivo este sello a la serie de Netflix, en esta nueva etapa suya, ya sin Pol-ka? Podría ser. Porque aunque Vicky y sus amigas circulan en un ámbito elitista y llevan vidas cómodas, la temática que las reúne es la que culturalmente impone el sistema a todas las mujeres —a lo largo de la primera temporada se casan o casi se casan varias de ellas, o al menos, remiten discursivamente a esos acontecimientos—. En síntesis: metas románticas y competencia entre ellas como algo natural.
De algún modo, estos personajes femeninos hablan y ponen el foco en lo que se les ha enseñado a través de instituciones y formaciones del sistema. Como a la mayoría de las mujeres en el plano de la realidad, claro. Esto queda a la vista. Y es por esta razón que, pese a las grandes actuaciones y un guion muy divertido, Envidiosa termina por ser una comedia más del montón. Incluso similar a las que se hacían en los noventa. Cuando una parodia tiene que ser explicada, y encima esa explicación no señala como disparador de la acción un elemento universal como puede ser la cultura imperante, no critica lo que exagera, sino que lo reafirma. Una pena.