Decir que Horacio Quiroga es uno de los escritores latinoamericanos más importantes del siglo XX resulta una obviedad. También, que su vida estuvo signada por la desgraciada. ¿Fueron sólo sus experiencias vitales las que lo convirtieron en un gran narrador de historias sombrías y escalofriantes al estilo de Edgar Allan Poe, su gran referente? Decir que sí es no decir la verdad completamente.
Existen otros aspectos de su existencia que responden a la pregunta con mayor veracidad. Por ejemplo, conocimientos adquiridos y desarrollados en la soledad que dejan al descubierto elementos fundamentales que influyeron en su trabajo. Aunque tal vez desconocidos por su público, éstos caracterizaron su forma de contar y le permitieron, en el marco de un aislamiento elegido, crear mundos verosímiles y complejos que se volvieron verdaderos clásicos de la literatura. Los resultados están a la vista.
Entonces, sostener que las desgracias que le sucedieron son la fuente de su inventiva y la causante lineal de sus magníficos relatos, podría resultar injusto. De algún modo, es no reconocer su capacidad y mérito para convertirse en uno de los primeros cuentistas de Hispanoamérica. Y también, desconocer lo que rodeó a su trabajo y que hizo mella en él, quizá sin que el autor se lo propusiera.
¿De qué manera la técnica jugó un papel importante en la escritura de Quiroga? ¿Qué tanto influyeron en su legado las aventuras que transitó, la mayoría de las veces, alejado de las grandes urbes? Repasar su biografía puede desmitificar la idea que se construyó alrededor suyo como el «desgraciado escritor», y revelar por fin por qué se instituyó en el fundador del cuento moderno en español, cumpliendo un papel similar al de su admirado Poe en la lengua inglesa. Vaya coincidencia.
La técnica que moldeó vida y escritura de Horacio Quiroga
Sostener que la obra de Horacio Quiroga estuvo atravesada por la técnica refleja el interés creciente de la sociedad de principio del siglo XX por los avances tecnológicos. Pero también grafica una revaloración de los conocimientos prácticos en ese entonces, que permitió cierta compensación ante lo cultural.
Por esos años, la destreza técnica permitió el ascenso en la estructura de las clases sociales. Como hijo de su época, el escritor no escapó a la lógica y se convirtió en un ejemplo paradigmático de esta nueva etapa de la humanidad. Así, la figura de este intelectual se vio atravesada por múltiples “quehaceres” vinculados a la habilidad de las manos. ¿Qué significa esto? Que las prácticas manuales pasaron a formar parte no sólo de su solitaria existencia, sino también de su obra. Pero para que ello ocurriera, debió descubrir primero a la selva misionera, hecho que sería un mojón —uno de los más importantes— de su carrera.
Cuando llegó a Misiones en 1903 —acompañando en calidad de fotógrafo a Leopoldo Lugones, su amigo personal, a una expedición a las Ruinas Jesuíticas de San Ignacio—, su enamoramiento fue inmediato. Al contrario de lo que le pasó con París —viajar a la capital de Francia era un hito en la vida de los jóvenes intelectuales de la época—, se vio atrapado por aquel lugar natural. Éste se convirtió, con el paso del tiempo, en escenario de sus célebres Cuentos de la selva. Como buen aventurero, Horacio Quiroga se “perdió” en la selva misionera y terminó por escribir allí sus mejores relatos, convencido de transitar la prosa narrativa realista.
La elección de Misiones como lugar para vivir implicó, por lógica, cambio de hábitos. Esto significió una modificación radical de su modo de vida. A partir de esta decisión, experimentó el autoabastecimiento, algo que lo llevó a ser casi un Robinson Crusoe: todo lo que lo rodeó desde aquel momento tuvo como origen sus propias manos.
Esto, observado en un escritor, resultó revolucionario. Su pasión por la química, la artesanía, el cultivo, la fotografía, la galvanoplástica, el cine, el ciclismo y la mecánica rompieron con la idea del ser intelectual. Lugones, por ejemplo, se posiciona en un lugar de superioridad con respecto a sus lectores, en la medida que su estructura discursiva construye un lector inferior, subordinado al autor. En cambio, Horacio Quiroga ensaya lo contrario.
A diferencia de otros intelectuales, los manuales técnicos fueron sus libros de cabecera; en su narrativa esto se tradujo en relatos que hicieron hincapié en las técnicas que experimentaba. No en vano adquirió un vasto bagaje de conocimientos en física y química industriales, además de lo concerniente a la artesanía. Fue así que los prejuicios chocaron y se disolvieron. Son un ejemplo de la técnica atravesando su escritura Los fabricantes de carbón y Los destiladores de naranja, historias que describen procesos de producción que Quiroga conocía perfectamente.
Pero, aunque su gusto por el conocimiento práctico era amplio, supo tener una gran pasión, por encima de las demás: el ciclismo. Desde siempre, se podría decir, fue prisionero de la máquina como concepto. Un automóvil de la marca Ford lo acompañó hasta su muerte, pero fue la bicicleta el medio de transporte más valorado. En De Sport, artículo que escribió siendo muy joven, dejó plasmada esta idea:
“La bicicleta es la máquina de la actualidad y del porvenir. Vendrán grandes perfecciones en los modernos medios de locomoción, vendrán los automóviles ideales, submarinos, globos dirigibles, todo lo que se quiera y es digno de nuestro adelanto y entusiasmo; pero condensar en un casi juguete los medios de gran movilidad, de gran sport, de gran diversión y de gran ejercicio, es el postrer esfuerzo de este siglo, tal vez impotente para producir otro semejante. Porque el gran atractivo de la bicicleta consiste en transportarse, llevarse uno mismo, devorar distancias, asombrar al cronógramo y exclamar al fin de la carrera: ¡mis fuerzas me han traído!”.
Quiroga, ¿autor que vivió el horror?
¿Quién fue Horacio Quiroga, además de un exponente del Modernismo? ¿Realmente tuvo una vida trágica como se dice? La realidad es que sí. Desde que nació en Salto, en 1878, su existencia se vio marcada por la desgracia. La muerte no le dio tiempo: lo visitó en sus primeros meses, cuando su padre murió en un accidente de cacería, hecho que llevaría a su familia a vivir unos años en Córdoba.
Pero este hecho no sería lo peor que enfrentaría: el suicidio sería un fenómeno que lo acompañaría hasta el final. Primero fue su padrastro, luego su primera esposa. Finalmente, sus dos hijos, Eglé y Darío, también se quitaron la vida años después de que el propio Quiroga, enterándose de su enfermedad, lo hiciera para evitar sufrir. Pero antes de esto, a principios del siglo XX, el escritor padeció tres pérdidas terribles: dos de sus hermanos murieron de tifus y, revisando un revólver junto a su amigo, Federico Ferrando, terminó matándolo accidentalmente. Nada podía ser ya más trágico.
La existencia de Quiroga estuvo signada por el dolor y la tristeza, no hay forma de negarlo. Probablemente por ello su imagen esté tan relacionacionada con la desgracia y la locura. De hecho, esta suerte de desquicio parece revelarse —resulta evidente— en muchos de sus relatos, que desnudan facetas oscuras del ser humano. Pero, sin embargo, ésto también podría tener otra explicación. Una que trasciende sus experiencias personales, y que es simple y lógica: su narrativa muestra, en realidad, una importante influencia de Poe.
¿Sería una exageración equiparlo al gran autor estadounidense? Para nada. Su manejo del espanto es insuperable:
- En una primera etapa, Quiroga nombra las cosas para provocar el horror. Así, abusa de las descripciones con el objetivo de construir un ambiente escalofriante, como en Para noche de insomnio.
- Luego, aprende a sugerir en vez de decir, como en La gallina degollada.
- Por último, se siente envuelto dentro del juego de los presentimientos y la realidad, de la mentira y la verdad, y construye así los más perfectos relatos de horror.
Un ejemplo de esta última fase es El hijo, cuento sobre un padre que espera que su hijo regrese de cazar, y cuya angustia por la demora, tiene un final escalofriante:
“Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre vuelve a su casa con su hijo, sobre cuyos hombros casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad… Sonríe de alucinada felicidad… Pues ese padre va solo. A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bien amado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana”.
Lejos de ser el resultado de su trágica experiencia —o no sólo, al menos— allí también aparece la técnica. ¿Cómo o por qué? Sencillo: el escritor tomó recursos técnicos sobre producción y registro de imágenes propias del cine —su estallido había sucedido a finales del siglo XIX y principio del XX—, y, con ellos, enlazó escenas: las del padre en la espera y las de su imaginación, con su hijo como protagonista. Este cuento constituye uno de las muestras más claras de que Horacio Quiroga se encontraba empapado por la tecnología y las máquinas hasta los huesos.
Quizás la revelación sobre este aspecto desconocido de su vida, y que moldeó su obra, nos permita otra mirada. Tal vez, se trate de ver que las dificultades que atravesó Quiroga no sólo impactaron en él como una piedra sobre un parabrisas —rompiéndolo, tal vez, emocionalmente—, sino que también se convirtieron en parte de lo que eligió ser. Alguien excéntrico, solitario, aventurero, que le dio valor al trabajo manual tanto o más que al intelectual. No fue casualidad, entonces, que su espíritu hiciera de Misiones su lugar; sus manos, la herramienta para mejorar su mundo. La pasión por esta provincia fue tal que ni siquiera París pudo igualarla en consideración. Quizá por ello, luego de su visita a la Ciudad Luz, le comentó a un amigo, Julio Payró, en una carta:
“Yo fui a París sólo por la bicicleta”.